La Familia

Cristiana

 


Contenido: El matrimonio bendecido por la iglesia como principio de la familia. Los esposos cristianos. La educación cristiana de los hijos. Los hijos cristianos.


 

El siguiente artículo tiene como objetivo iluminar en nuestra conciencia los principios cristianos de la familia y mostrar cómo debe ser la familia según la enseñanza cristiana. La vida familiar se compone de la unión matrimonial, la relación mutua entre los esposos, su relación con los hijos, las obligaciones de los hijos y de lo demás miembros de la familia. Desde estas perspectivas veremos la enseñanza cristiana acerca de la vida familiar.

El matrimonio bendecido por

la iglesia como principio de la familia

La familia es un fenómeno que existe desde los comienzos del género humano. Según la enseñanza de la Biblia, Dios, habiendo creado Adam, creó una compañera para él y dijo: "seáis fecundos, multiplicados y colmad la tierra y dominadla" (Gén. 1:28).

Como consecuencia de la caída pecaminosa de las personas la ley normal de la vida familiar natural se tergiversó. En ella penetró la ley de la carne, a causa de la cual el objetivo de la vida familiar pasó a ser, principalmente, la concupiscencia carnal, mientras que los otros objetivos: el recorrido conjunto del camino de la vida, el nacimiento y la crianza de los hijos pasaron a un segundo plano, o hasta se ignoraron completamente. El cristianismo, aparecido para la erradicación del mal en el mundo y para establecer en la vida nuevos principios del espíritu, cambió la visión de la vida familiar conyugal. Antes que nada confirmó la ley inicial del matrimonio como la unión inseparable entre los esposos. El Salvador dijo a los fariseos: "no habéis leído acaso que aquel que creó en un principio, los creó varón y mujer" (Gén. 1:27), y dijo: "por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán (dos) una sola carne" (Gén. 2:24), "dé manera que no serán ya dos, sino una misma carne. Así pues, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe" (Mateo19:4 -6). Luego, para salvar al hombre de la concupiscencia carnal, enemiga de la vida familiar pura, el cristianismo señaló dos maneras de luchar contra ella: una radical - a través de la abstinencia total, es decir, la castidad y la otra - a través del matrimonio cristiano. Pero la primera de estas maneras no es accesible a todos, como dijo Jesucristo: "ya que hay castrados que nacieron así del vientre materno, y hay castrados que lo fueron por los hombres, y los que hay que se castraron a sí mismos a causa del Reino de los Cielos. ¡El que pueda entender que entienda!" (Mateo19:12). El matrimonio cristiano consiste en que los esposos, uniéndose mutuamente por la fe en el sacramento del matrimonio, reciben la gracia de Dios que les ayuda a recorrer el camino conjunto de la vida de una manera santa, a luchar contra la pasión en el acto del nacimiento de los hijos y a educarlos cristianamente. Del matrimonio como sacramento habla claramente el apóstol Pablo cuando reproduce las leyes de la vida conyugal: "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una misma carne," y agrega: "Este misterio grande es; mas yo digo esto con respecto a Cristo y a la Iglesia" (Efesios 5:32). "Misterio" - en griego mistirion - significa literalmente sacramento.

El sacramento del matrimonio es el comienzo de la familia cristiana. Las personas que desean contraer matrimonio vienen al templo y sobre ellos se celebra la bendición nupcial. Aquí la Iglesia; por un lado, pide la ayuda de Dios para el matrimonio; y por otro, dibuja la imagen de la verdadera vida familiar. Escuchamos la súplica: "oremos para que se otorgue a los contrayentes hijos para la continuación de su generación; que les conceda perfecto y apacible amor y la ayuda divina; que les bendiga para pasar una vida irreprochable; que el Señor Dios les acuerde un matrimonio y un lecho sin mancha." En la lectura del apóstol se exponen las obligaciones de los esposos y ambos son llamados al amor mutuo. A través de la lectura del Evangelio, recordando el casamiento en Caná de Galilea, la Iglesia pide a Dios que Él, que se dignó mostrar el matrimonio íntegro a través de su presencia en Caná de Galilea, colme a los contrayentes y les conceda la santa bendición para sus esfuerzos. Todos los ritos de este sacramento están dirigidos hacia el esclarecimiento del significado del matrimonio. Los novios tienen en sus manos velas, con lo que testimonian los más claros y puros motivos para el matrimonio, libres de todo cálculo prejuicioso. Los novios se comprometen con los anillos y caminan alrededor del atril en señal de la indisolubilidad de la unión. Ellos son coronados como recompensa por la conservación de la castidad antes del matrimonio y como deseo y bendición para que resplandezcan con pureza y santidad en la vida futura, tal como resplandecen las coronas.

Finalmente, se ofrece a los jóvenes una taza con vino tinto y ellos toman en señal de que en sus vidas todo deberá ser compartido: la felicidad, la desgracia, las alegrías y las aflicciones (las coronas que se colocan a los contrayentes simbolizan también las coronas de los mártires, sobre los cual se cantan en el himno: "Santos mártires... orad al Señor - por la salvación de nuestras almas," redacción) (padre A. Roshdestvenski, "La familia del cristiano ortodoxo," pág. 113-118).

Muchos objetan el matrimonio de la iglesia como comienzo de la vida familiar, a muchos no les gusta porque está unido a la dificultad del divorcio, y esto, dicen, es un gran mal en la familia. Según ellos el matrimonio indisoluble une artificialmente en una misma familia para siempre a personas, a veces totalmente opuestas en carácter, que no se aman mutuamente en lo absoluto, y así pervierten a los hijos, testigos permanentes de las escenas familiares de los padres, y conduce a éstos últimos a frecuentes faltas en el terreno del odio mutuo. Dicen que no existen todos estos fenómenos negativos en el matrimonio civil, en el cual las personas se juntan por amor y se separan libremente. Realmente, el matrimonio civil es extremadamente cómodo para las personas que lo contraen por irreflexión o por cálculos circunstanciales. En todos estos casos la personalidad de los contrayentes y los verdaderos objetivos del matrimonio se repliegan a un segundo plano, y en primer lugar se ubican, o bien, sólo la parte física del matrimonio, o bien motivos tales como la riqueza, el honor y otros intereses. Pero, ¿concuerda un matrimonio de este tipo con la dignidad de las personas?, ¿Se logran los bienes deseados, que desean ser logrados en este enlace? Causa tristeza aquel cristiano que reduce todo el matrimonio a lo físico o que considera a la persona como un objeto ventajoso y rentable que puede ser desechado según la necesidad. Pero es aún más triste que, en su mayoría, los seres que más sufren son las mujeres quienes luego pagan por su credulidad. Sufren por esta misma causa los hijos quienes pierden a sus verdaderos padre o madre, o son educados como hijastros en una nueva familia, o ven las continuas lágrimas de la madre engañada. ¿Son éstos los bienes del matrimonio civil? ¿Son éstos sus buenos frutos?

Tales frutos demuestran de manera negativa cuán imprescindible es el matrimonio de la Iglesia, en el cual según la doctrina de la Iglesia se bendice la unión conyugal de los novios a imagen de la unión espiritual de Cristo con la Iglesia y en el cual se pide para ellos la gracia de la pura unanimidad, el bendito nacimiento y la crianza cristiana de los hijos (catequesis del metropolitano Filaret). Pero para que los deseos de la Iglesia se cumplan, para que el matrimonio de la Iglesia sea en efecto la imagen de la unión de Cristo con la Iglesia, para ello es necesario que los miembros de esta unión tiendan a esta semejanza por sí mismos, que los esposos realmente representen a Cristo y a la Iglesia en su relación recíproca espiritual, que ellos también formen a sus hijos como verdaderos hijos de la Iglesia de Cristo, para que se pueda considerar a la familia como una iglesia dentro del hogar, como es llamada la familia por el santo apóstol Pablo (I Cor. 16-19). Para ello cada miembro de la familia debe cumplir con las obligaciones que le corresponden, el marido y la mujer deben ser esposos ejemplares, al igual que los hijos y los demás miembros de la familia así mismo no deben producir una disonancia en el tono común de los principios cristianos.

Los esposos cristianos

Todas las personas cultas sin lugar a dudas conocen el relato de N. V Gogol "Los terratenientes de antaño." En este relato se trasluce claramente la idea del autor de escribir qué insignificante era la vida de muchos de nuestros terratenientes por su contenido intelectual, de qué intereses mezquinos, puramente vegetativos, estaba llena. Todas las preocupaciones de Pulqueria Yvanovna y Atanasio Yvanovich se reducían a saciarse, estar saludables, no tener ninguna molestia o perturbación. Pero a su vez, no se puede dejar de ver el deseo del autor de recalcar en ellos el rasgo positivo de su amor conyugal; no un amor bajo, sino el amor sublime que no se debilita aun después de la muerte de uno de sus miembros. "No se podía observar participación- dice el mismo Gogol- su mutuo amor. Ellos nunca se trataban de "tu," sino de "usted." Su amor se manifestó en especial durante la enfermedad y después de la muerte de uno de ellos. Con qué sentimiento están embebidas las palabras con las que la anciana consuela a su marido: "Es pecado llorar, Atanasio Yvanovich. No peque contra Dios, no lo encolerice con su tristeza. Yo no lamento morir; sólo lamento una cosa (un profundo suspiro interrumpió por un minuto su discurso); lamento no saber a quién dejarlo a usted, ¿ quién cuidará de usted cuando yo muera? Ante esto en su rostro se manifestó una conmiseración de corazón tan profunda y desconsoladora que yo no sé - señala el autor - si podría realmente alguien en este momento mirarla con indiferencia. "Después de la muerte de su esposa, Atanasio Yvanovich quedo totalmente perdido, no se interesaba por nada y sólo se animó y revivió cuando se enteró de su muerte próxima por un presentimiento especial y pronunció con alegría: ''¡Pulqueria Yvanovna me llama!''

Aunque de manera imperfecta, este relato nos ilustra las relaciones entre esposos. Encontramos una representación ilustrativa de las obligaciones conyugales en las palabras de Dios y de los apóstoles Pedro y Pablo. El santo apóstol Pedro representa los deberes de los esposos de la siguiente manera: ''También vosotras, esposas, obedeced a vuestros maridos, para que aquellos que no se someten a la palabra sean granjeados sin la palabra a través de la conducta vida de la esposa, observando vuestra vida pura y en el temor de Dios. Que vuestro adorno no sea exterior en peinados, adornos de oro o vestidos lujosos, sino que sea el interior del corazón, lo incorruptible de un espíritu manso y silencioso. Esto es valioso ante Dios. Asimismo, vosotros, maridos, dirigios prudentemente con vuestras esposas, como con un recipiente debilísimo, demostrándoles honor, como a coherederas de la vida en gracia, para que no encuentren obstáculos en la oración" (I Pedro 3:1-7). También del apóstol Pablo leemos: "Las casadas obedeced a vuestros maridos como al Señor; pues el marido es cabeza de la mujer así como Cristo es cabeza de la Iglesia, y Él es también salvador del cuerpo. Así como la Iglesia está sujeta a Cristo, asimismo las esposas lo estén a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a Su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Efesios 5:22-25).

Sobre la base de las palabras de los apóstoles se pueden representar las relaciones recíprocas de los esposos de la siguiente manera: los esposos deben ante todo estar impregnados de un sentimiento mutuo de cariño conyugal. El amor es el centro de la vida familiar. "Toda la prosperidad del matrimonio - dice San Juan Crisóstomo - se busca sobre el amor recíproco, sobre la confianza y respeto mutuos, y de aquí, sobre el resultante acuerdo entre los esposos. No hay nada más valioso que ser amado por la esposa y amarla. El sabio considera una bienaventuranza que el marido y la mujer estén en acuerdo entre ellos. "Donde hay esto hay toda riqueza, toda felicidad, y al contrario, si no existe esto nada de lo otro ayudará, sino que todo se transforma, todo se llena de disgustos y trastornos."

Pero el amor conyugal no debe ser impuro y egoísta. Por ello es trágico el destino de "Los terratenientes de antaño," ya que los rasgos simpáticos de los buenos ancianitos se hunden completamente en la atmósfera del egoísmo y preocupaciones personales que se amenizan con bromas, aunque inocentes pero absurdas, y con la comida que es la causa de la enfermedad y el medio en contra de ella. Entretanto, los ancianos podrían haber servido a la sociedad tanto con los excedentes de sus recursos materiales con los que la naturaleza los agració, como con una palabra de consuelo e interés ellos podían haber sido útiles a sus campesinos, para quienes eran imprescindibles, por ejemplo, hospitales, escuelas e información científica agropecuaria. Pero ellos se encerraron con sus luminosas cualidades de fidelidad, cordialidad y bondad sólo en el círculo de sus opiniones egoístas, gracias a las cuales ni un sólo deseo de ellos pasaba los límites de la empalizada de su jardín.

El amor conyugal debe estar unido indefectiblemente a la paciencia, la firme decisión de mantener este amor y de ceder mutuamente, condescender antes las debilidades inevitables e ir al encuentro para la reconciliación. El científico Muller denomina estas propiedades del amor como el acto de voluntad del amor. Él dice: "El amor, es sólo un elemento del matrimonio ¡pero la voluntad es la creadora del mismo, que hace de ese elemento un fenómeno vivificador particular! EL matrimonio mantiene su vitalidad mientras no se debilita la voluntad. Con el debilitamiento de la voluntad se debilita también el amor conyugal, y el matrimonio se convierte, en el mejor de los casos, en una costumbre, y en el peor, en un juego pesado. Hay que desear conservar el paraíso, sólo así, en efecto, éste no puede ser perdido."

Los esposos cristianos deben tener otra gran cualidad - la pureza conyugal y la fidelidad mutua. El matrimonio no es el permiso para la intemperancia y el desenfreno total. El matrimonio es el gran medio de lucha contra la pasión. Tiene razón Z. H. Tolstoi al denunciar el matrimonio contemporáneo como el encubrimiento de la corrupción (en "La sonata de Kreutzer") en tanto y en cuanto en él predomina lo físico, pero no tiene razón el escritor al culpar a la Iglesia de proteger esta corrupción, viendo el matrimonio contemporáneo como bendecido por la Iglesia. La misma, haciendo del matrimonio un sacramento, enardece en las personas un sólo ideal - la pureza. Para los capaces de comprender, para los elegidos, esta pureza es la completa castidad; para toda la humanidad es la participación pura en la procreación del género humano, la templanza corporal, la aspiración a la pureza. "No me hables de la pasión de la naturaleza - reprende San Juan Crisóstomo - por ello fue establecido el matrimonio, para que tú no rebases los límites, ya que Dios, ocupándose de tu tranquilidad y dignidad, te dio una esposa, para que a través de ella tú te liberes de cualquier concupiscencia."

Pero al hablar del amor, el acuerdo, la sinceridad y la pureza como cualidades de ambos esposos, el cristianismo también reconoce las obligaciones particulares de los mismos. Estas obligaciones según el apóstol, se reducen a que la esposa debe obedecer en todo a su marido, tal como al Señor y el esposo debe amar especialmente a su mujer. La expresión "tal como al Señor" aclara el carácter del deber del marido. De acuerdo con el significado de estas palabras el marido es en la familia el representante de Jesucristo, cabeza de la Iglesia. Como cabeza de la iglesia familiar, él es el responsable de esta iglesia, por su orientación y estado moral. Por ello, ser cabeza de la familia no es un derecho sencillo del marido, sino su pesada obligación a la cual no puede renunciar. Él no puede quitarse de encima la responsabilidad por la familia y conferirla, por ejemplo, a la esposa: no es ésta la voluntad de Dios. Obligando al esposo a controlar las relaciones familiares esta responsabilidad apoya sobre él la doble obligación de controlarse a sí mismo antes que nada para no dar un mal ejemplo a los que lo rodean. Por ello el ser cabeza de la familia cristiana nunca puede ser sinónimo de despotismo o dominación. No, el marido, como cabeza de la familia debe, ante todo, guardar enteramente aquella heredad que le fue confiada por el Señor.

Por esta razón, en relación con la esposa en particular, él debe cuidar este recipiente débil, según el apóstol - débil físicamente, y débil, es decir, delicado y sensible por su naturaleza psicológica. La debilidad física, al igual que la sensibilidad femenina deben inducir al esposo a cuidarse especialmente de no ser cruel, rudo o intemperante y con esto causarle un sufrimiento espiritual, no ofender en especial su elevado sentido moral, no causarle tampoco sufrimientos corporales. Esa misma debilidad física, comparada con la del hombre, y ese desarrollo especial de lo emocional en la mujer indica para ésta una función igualmente especial en la familia. La esposa, en menor medida que el marido, es capaz de procurar y proveer la subsistencia con su esfuerzo físico, por lo que hay que, sino liberarla del trabajo físico, en todo caso aligerar este tipo de esfuerzo. La mujer, en cambio, debe indispensablemente concentrar su actividad en el ámbito del sentimiento y ver en ello su vocación. Por ello, consolar al marido en sus numerosos y pesados trabajos, ablandar su corazón endurecido a causa de los muchos disgustos, he aquí la obligación de la esposa cristiana. Esta obligación es la que señala el santo apóstol Pedro cuando exhorta a las mujeres: "Que vuestro adorno no esté en el peinado exterior del cabello, ni en las joyas de oro, ni en la elegancia de las vestiduras; sino en lo oculto del corazón, en la belleza incorruptible de un espíritu silencioso y manso: esto es valioso ante Dios" (I Pedro 3:3-4), es decir, un corazón tierno, sensible, unido a la mansedumbre y pudor característicos de la mujer. La esposa que está compenetrada de estos sentimientos nunca pretenderá ser cabeza de la familia por su misma naturaleza, ya que el sentimiento siempre busca el apoyo de la voluntad y la razón. Una esposa juiciosa entenderá que socavando la autoridad del marido debilita también su valor en la familia; en cambio, expresando amor y respeto a su marido, actuará más beneficiosamente en su ámbito, extendiendo su influencia moral sobre el marido. Hay un relato cuyo título es "La prédica muda," que ilustra la influencia moral de la esposa sobre el marido.

Se encontraron dos oficiales de edad avanzada después de muchos años de separación, Uno de ellos salía del templo y el otro venía caminando por la calle. "Eres realmente tú?" Exclamó el segundo. "En nuestra juventud te gustaba tanto reírte de la Iglesia y el clero, ¿ y ahora sales del templo? ¿Quién te cambió así, amigo?"

-"Soy realmente yo, y me alegro de encontrarte. El cambio lo produjo en mí un predicador admirable que nunca me dijo ni una palabra sobre religión, mi esposa."

- ¿Cómo es eso?

- Aún siendo mi novia me impresionó- prosiguió aquel- por su firme fidelidad a las costumbres piadosas. Cuando me casé, esto me incomodaba un poco, pero no podía dejar de respetar en ella su convicción en materia de fe. Ella se apegó a mí sinceramente desde los primeros días de nuestro matrimonio, pero sin embargo, no renunció a sus costumbres devotas. A Dios ella ni me lo recordaba, pero yo leía ese nombre en sus ojos. Cuando, por mi costumbre de soltero, se me escapaba de la boca una burla blasfema, mi esposa palidecía de inmediato, a veces una lágrima aparecía en sus ojos, pero a esto se limitaba todo. Ni una palabra de reproche. Su sonrisa cariñosa aparecía nuevamente en los labios de mi esposa; por un arrebato de indignación y tristeza casi imperceptible mi esposa me pagaba con el doble de amabilidad. Pero yo comenzaba a avergonzarme de mi falta de tacto. Cada mañana y cada noche ella rezaba en nuestra habitación y yo sentía el enternecimiento y la fe con los que ella contemplaba el crucifijo. Y a mí se me ocurría ponerme de rodillas a su lado, aunque todavía no había un cambio real en mis convicciones. Cuando algo me entristecía o yo me enfermaba ella expresaba un interés y cuidado tan alentadores que yo prontamente cobraba espíritu y revivía. Aunque yo la entristecí más de una vez, ella nunca se quejaba y no expresaba descontento de mí. A causa de todo esto ocurría un cambio interno en mí, que yo no percibía. Luego de seis años de vida matrimonial encontré en mi corazón el deseo de amar a Dios, el Dios de mi esposa. Yo no comprendía claramente qué y cómo ocurría en mí, pero en una mañana festiva besé la mano de mi esposa y le dije: "Ana, ahora yo voy contigo al templo." Tranquila y silenciosa pero con lágrimas en los ojos ella contestó: "Yo sabía que dirías esto. ¡Rezaba tanto por ti!"

Así pues, el amor profundo del marido y la mujer, bajo la supremacía del primero; he aquí el contenido de la vida matrimonial cristiana. Este contenido hace a la familia comparable con la Iglesia, donde se erige la salvación de dos seres.

La educación

cristiana de los hijos

Pero la familia cristiana no es una iglesia sólo para los esposos, ella debe serlo también para los hijos. Ellos son el fruto natural del matrimonio, y los padres que no tienen hijos según la expresión de un teólogo, están algo así como ofendidos, aunque esto ocurre algunas veces por designios especiales de Dios. Por ello los padres deben desear hijos y hasta rezar por ello, como rezaron muchos justos; y cuando Dios brinda hijos, darles una educación cristiana.

La educación de los hijos es una gran obligación de los padres cristianos. El alma infantil es una "tarea rasa" y en suficiente un mero roce para que las huellas se impriman en ella para toda la vida. Es por ello, que la educación debe ser seria y completa. El hombre está formado de cuerpo y alma, una y otra fase del ser humano necesitan educación. El cristianismo no es enemigo de la salud. Por ello manda preocuparse por el cuerpo y desarrollar el organismo infantil, reforzarlo por todos los medios pasionales. Pero es aún más importante la educación del alma. En esto hay que educar la mente de la persona, su voluntad y sentimiento de tal manera que todas las fuerzas del alma estén encaminadas a todo lo bueno, lo enaltecido y lo hermoso. El obispo Teófano, el recluso, da hermosas enseñanzas con respecto a la educación de los hijos. Él dice: "En el niño, hay que formar la mente, el temperamento y la devoción. La inteligencia desarróllala sólo si puedes; y si no entrégala a la escuela o ten un maestro."

Es más necesario para ello la sensatez que la ciencia, para lo cual se estudia aun sin ciencia. El temperamento no se forma con otra cosa que no sea el propio buen modelo y el alejamiento del mal ejemplo de los extraños. Aún más necesaria es la devoción de los hijos. Las acciones piadosas las realizan todos por la gracia de Dios. Que el niño participe de las oraciones matinales y vespertinas, que esté en el templo con la mayor frecuencia posible y que comulgue por vuestra fe lo más a menudo posible, que siempre escuche sus conversaciones piadosas. Los padres deben hacer de su parte todo lo que permita al niño, cuando tenga plena conciencia, reconocer con mayor fuerza que es cristiano. La fe la oración, y el temor de Dios están por encima de cualquier adquisición. Hay que guiar a los niños en las costumbres decorosas en la palabra, en la vestimenta, en la postura, en el comportamiento delante de los otros. El decoro parece ser una cosa insignificante empero preocupa y altera al que no está acostumbrado a él. Hay que enseñarles también el arte, particularmente el canto, el dibujo, la música y otros. Ellos proporcionan un descanso agradable al espíritu y buen humor" (Obispo Teófano, "Ensayos de moral cristiana," pág. 481-483). Pero ¿quién en la familia debe ocuparse de esta educación? Esta responsabilidad descansa ante todo sobre el esposo. A él se dirigen las palabras del apóstol: "y vosotros, padres, no irritéis a vuestros hijos, al contrario, educadlos según la enseñanza y la doctrina del Señor" (Efesios 6,4).

El esposo es el primer miembro de la familia, por ello él debe dirigir la educación. A él deben recurrir ante cualquier explicación o incomprensión. Ante los ojos de los hijos él debe ser ejemplo de sabiduría, firmeza y amor. Él debe enseñarles y alentarlos hacia todo lo bueno. En caso de desobediencia debe hacerlos comprender y en casos extremos, castigarlos. Pero el castigo no debe ser expresión de cólera e irritabilidad, sino que debe ser percibido por los niños como una medida imprescindible de enmienda, como la otra cara del amor paterno. En tal relación los niños amarán a su padre, pero al mismo tiempo, lo respetarán y sentirán el así llamado temor filial.

Pero la educación es predominantemente cuestión de la madre. No en vano posee ella las cualidades morales que armonizan con la naturaleza de los niños y la hacen indispensable para ellos. La madre entiende instintivamente las necesidades del niño que aún no habla y apenas si es capaz de pensar. Si él llora, ella sola es capaz de calmarlo con su dulce y tierna voz, sólo ella puede explicarle al niño sus primeras impresiones infantiles. Lo que el maestro confía sólo a la memoria, la madre sabe expresarlo en el corazón; a lo que aquel sólo suscita fe, ella le infunde amor.

En este sentido, la madre tiene gran predominancia ante el padre. "La madre - según expresión de Smiles- crea de manera especial la atmósfera moral del hogar, esta atmósfera es a su vez alimento para la esencia moral de la persona, tal como la atmósfera física lo es para el cuerpo. Mientras el padre educa más con la ayuda de la autoridad y la razón, la madre logra el mismo resultado con el cariño y la ternura del corazón. El padre somete la voluntad del niño mayormente por medio del respeto hacia sí mismo, en cambio la madre dispone de esa voluntad con ayuda del amor. Por ello, muchas madres se niegan en vano a la educación y consideran la maternidad algo bajo y limitado. La maternidad es un alto servicio a la sociedad, a la patria y a toda la humanidad. El artista pinta en colores o esculpe en mármol una imagen maravillosa, una obra de arte singular. La madre puede moldear del niño la imagen de Dios, educar una personalidad clara, que sea orgullo y gloria de la humanidad. El científico, el pensador, el escritor enriquecen el mundo con nuevas y grandes ideas; la madre puede encarnar estas ideas en una persona viva, sus hijos. ¿Acaso no está en esto el orgullo y la gloria de la madre? En la antigua Roma había dos hermanos Gracos, jóvenes singulares: toda su corta, pero gloriosa vida lucharon y murieron para el bien de sus hermanos menores y oprimidos. Ambos debían su carácter noble a la cuidadosa educación de su madre. Siendo ellos ya adultos le ocurrió estar a la madre en compañía de ricas y renombradas mujeres romanas. Ellas se jactaban: quien con el lujo de sus vestidos, quien con la belleza de su rostro y porte, quien con costosos anillos, aros y collares; la madre de los Gracos llamó a sus hijos y señalándolos dijo: "He aquí mi orgullo, y al mismo tiempo orgullo del pueblo romano." Por esto madres como estas son el orgullo de los hijos y despiertan en ellos no sólo amor sino también veneración. Entre las obras de muchos poetas y escritores se encuentran las más exaltadas estrofas dedicadas a las madres. Leemos a Nekrasov:

"El Creador te dio desde los siglos

A ti el santo nombre madre

Tu deber es la descendencia del hombre

Con dolor y sufrimiento multiplicar

Tranquilidad, salud, fuerzas vitales

En ofrenda a la causa tú entregas

Y con un sentimiento tierno hasta la sepultura

Cumples las leyes maternales.

En el florecer de los años, cuando otras

giran en el torbellino de las preocupaciones,

Olvidando todos los consuelos terrenales

Delante de tu pequeño tú te sientas.

Tu mirada ora resplandece de alegría,

Ora se oscurece con una lágrima,

Y cuántas aflicciones, nadie sabe

Sufres tú en ocasiones."

He aquí otros versos dedicados a los padres:

"Padre y madre. Por todo el universo

No se pueden enunciar nombres tales

Que pudieran proclamar de manera más resonante,

más limpia, más profunda, más recóndita

Acerca del amor incorruptible

Que los nombres padre y madre."

(Grineoskaia, "Nombres caros").

Los himnos de los poetas a los padres demuestran que los esfuerzos de los mismos no desaparecen en vano, la semilla del bien, plantada sobre el suelo de los jóvenes corazones, trae abundantes y buenos frutos. Padres buenos, por lo general, tienen hijos igualmente buenos, tal como un buen árbol da buenos frutos. Pasamos a la imagen de los buenos hijos cristianos.

Los hijos cristianos

La responsabilidad común de todos los hijos se determina en el cristianismo por el 5to. mandamiento del Decálogo: "Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se prolonguen y sean buenos en la tierra"

En el catecismo del metropolitano Filaret leemos que en este mandamiento se tienen en cuenta las siguientes obligaciones especiales de los hijos para con los padres:

Todas estas obligaciones se encuentran en las indicaciones de la palabra de Dios y se desprenden de la esencia de los méritos de los padres delante de los hijos.

En la palabra de Dios leemos: "que muera aquel que insulte a su padre o a su madre" (Éxodo 21:46). "Hijos, obedeced a vuestros padres en Dios, nuestro Señor, ya que ello exige la justicia" (Efesios 6:1). "Si tu padre está falto de razón, perdónalo y no lo deshonres. La misericordia para con tu padre no será olvidada y se contará en contra de tus pecados (a pesar de tus pecados aumentará tu bienestar).

El valor de los padres para los hijos es muy grande y profundo. Los padres son los responsables de la vida de los hijos, este bien invalorable para cualquier persona. Ellos son también los que guardan y fortalecen la salud, los que forman y educan su vida espiritual. Ellos son los que aconsejan y guían a los hijos durante toda su vida futura, los que acopian sus bienes materiales, los que ordenan su felicidad familiar. Ellos desean sinceramente el bien de sus hijos hasta su último suspiro y frecuentemente oran fervientemente e interceden por sus hijos después de su muerte. Tal es el lazo que une a los padres con los hijos, pero no es menor la unión de los hijos con los padres. Al hombre le es propio por naturaleza pagar el bien con agradecimiento, respetar y honrar el heroísmo y la abnegación, ser obediente y dócil ante las personas bien predispuestas y merecedoras de confianza, dar tranquilidad y calma al servidor. Los niños, más que los adultos, tienen desarrollados todos los sentimientos sublimes. Ellos buscan más la verdad y se indignan ante la mentira; aman más el bien y se encariñan con las personas que desean el bien: perciben los sufrimientos del prójimo más espontáneamente y los comparten con más fuerza. No en vano el Salvador puso a los niños como ejemplo a los adultos por sus sentimientos sublimes al decir: "En verdad os digo, si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mateo 18:3). Pero ¡¿A quién más que a los padres, pueden los niños verter sus sentimientos, ya que aquellos son sus primeros benefactores, maestros y los primeros que necesitan consuelo?!

El lazo que une a los hijos con sus padres es tan fuerte e inalterable que a pesar de que aquellos sentimientos hacia otras personas que en los niños al crecer se debilitan cambiando por un trato más frío y formal, con respecto a sus padres no sólo no se terminan, sino que frecuentemente guardan toda su fuerza hasta la vejez de los mismos hijos. En las antiguas familias, que lamentablemente hoy se encuentran poco, se puede ver el caso en que el padre o la madre medio sordos o que apenas pueden caminar, tienen el pleno poder en el hogar, el pleno respeto, la plena veneración por parte de los hijos, los cuales tal vez ocupan altos cargos o tienen subordinados, pero que no osan desobedecer a su padre o a su madre e inculcan lo mismo a sus hijos.

¡Qué agradable es ver tales familias y cómo tal comportamiento está al acuerdo con el verdadero ideal cristiano de hijo! Cómo, por el contrario, despierta un sentimiento de indignación el comportamiento opuesto. Involuntariamente viene a la memoria el relato de un predicador extranjero, el cual conversando con niños les contó el siguiente ejemplo de su propia experiencia: "Una vez vi como una joven madre pidió a su hijo de doce años que le dé un libro. El niño, que se encontraba en el extremo opuesto de la habitación y debe suponerse estaba de muy mal humor, en lugar de llevarle el libro a su madre se lo arrojó a los pies. ¡Pueden imaginarse qué indignante es esto!." Pero en las conversaciones de esta misma persona encontramos el ya histórico relato de carácter opuesto: "Un tal capitán Duval, oficial de gran valentía del ejército de Luis XIV, era hijo de un simple campesino. Una vez vino al campamento su padre para verlo. Duval no se alteró, no se avergonzó de su bajo origen sino que, por el contrario, se apuró a presentarlo a su superior. Grande fue la sorpresa de los oficiales al ver que el padre de su compañero era sólo un simple campesino, que no pertenecía a la nobleza o a la aristocracia. A pesar de esto el anciano fue recibido con cariño y todos lo trataron con respeto. Cuando al día siguiente el jefe del batallón tuvo una audiencia y le contó al rey lo ocurrido, Luis mandó llamar a Duval para alabarlo por su amor hacia su padre, le estrechó la mano al valeroso capitán y lo abrazó delante de todos los nobles." Un ejemplo semejante de emocionante amor hacia su padre demostró también el Metropolitano Filaret, quien al enterarse de la llegada de su padre - un anciano diácono de una ciudad provinciana - no tuvo vergüenza delante de los altos funcionarios que se encontraban reunidos con él sino que, por el contrario, salió con ellos al encuentro de su padre y lo hizo entrar a las habitaciones.

Los hijos buenos, que aman a sus padres, se tratan con sus hermanos con gran amor fraternal. Entre ellos no puede haber peleas y discordias. Ellos recuerdan que ellos son ramas de un mismo árbol, que son miembros de un mismo cuerpo. ¿Pueden acaso los miembros de un organismo ir el uno contra del otro? ¿No será esto mortal para todo el cuerpo y mortal para ellos mismos? No aquí los mayores deben proteger y ayudar a los menores; y los menores obedecer y buscar la defensa de los mayores. Los hijos cristianos deben recordar que el mismo Salvador llama a todos hermanos y predica el amor. El 30 de octubre la Santa Iglesia recuerda los padecimientos del santo mártir Zenobio y a su hermana Zenobia. Ellos son admirables por haber demostrado un gran amor fraternal mutuo durante los padecimientos. Cuando estallaron las terribles persecuciones durante el reinado de Dioclesiano Zenobio fue atrapado por ser obispo. Zenobia, al enterarse de que su hermano sufre en nombre de Cristo fue al pretorio y parándose delante del perseguidor, exclamó: "Yo soy cristiana, al igual que mi hermano y confieso al Dios y Señor Jesucristo. Ordena martirizarme a mí también, quiero morir con la misma muerte de mí hermano." El funcionario comenzó a exhortarla, pero ella permanecía inflexible. Los mártires sentenciados a muerte iban con alegría. "Te agradecemos, Señor; exclamaron ellos, ya que concediste que cumplamos en buena obediencia y guardar la fe. Haznos partícipes de Tu gloria y cuéntanos entre aquellos que te son agradables, ya que eres Bueno, por los siglos." Una voz de los cielos los llamó a la vida eterna y a las coronas incorruptibles y ellos entregaron felizmente su alma a Dios.

Los hijos buenos involuntariamente despiertan un fuerte amor en los padres. El justo Noé mandó a Sem y Yafet una reforzada bendición por su amor a él. El patriarca Jacobo, del Antiguo Testamento le cosió una vestidura de muchos colores a José por su mansedumbre.

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Editor: Archimandrite Alexander (Mileant)

(familia_cristiana.doc, 11-14-98).